Por Luis Guzmán, escritor y psicoanalista.
Recopilación de Agencia NOVA
de la Biblioteca Clarín de la Historieta
Durante mi infancia, El libro de Oro de Patoruzú era un acontecimiento. Lo mismo sucedía con fiestas como la Navidad, reyes o carnavales, sólo pasaban una vez por año.
Como las historietas de aquellos tiempos no eran tantas, uno las leía primero de golpe y después lentamente. La hacía durar como aquellas cosas que hemos esperado durante mucho tiempo.
Lo que más me llamaba la atención de Patoruzú era la familia. No entendía cómo estaba formada. Un indio -Patoruzú-; una india -la Chacha- que me recordaba una foto de mi abuela entrerriana disfrazada de india, de perfil la misma nariz, de frente la misma vincha; un integrante joven, soltero de nacimiento -Isidoro- y el Coronel Cañones, que oficiaba de tío.
Esos personajes tenían un pasado, sobre todo una infancia. Crecieron con uno y con nuestros padres. Patoruzú había sido antes Patoruzito. Isidoro había sido Isidorito.
Con el tiempo la familia se volvió numerosa y se agregó Patora, la hermana de Patoruzú, y desde siempre estuvo Upa, un bebé del que recuerdo, nítidamente, que portaba una especie de pañal chiripá sostenidos con una enorme alfiler de gancho que ocupaba todo un cuadro de la historieta.
De la cara de Isidoro, el primer detalles que se destacaba era su peinado para atrás y tres pelos eternamente parados, indomables, rebeldes a la gomina, que revelaban su manera vertiginosa de estar en el mundo. Desde cierta perspectiva surrealista podríamos pensar en una correspondencia entre los pelos de Isidoro y la pluma de Patoruzú.
Era muy difícil separarlos, por eso formaban una familia. Si uno pensaba en Isidoro, inmediatamente pensaba en la broma que éste le había hecho a Patoruzú.
Si, en cambio, uno acompañaba al indio en sus andanzas, inmediatamente aparecía una frase sentenciosa, un consejo correcto que estaba siempre cerca del sermón.
Si Patoruzú era una historieta argentina, Isidoro era un personaje porteño. Eso se notaba en cómo hablaban los protagonistas. Una mezcla de lenguaje urbano con palabras del gauchesco y el famoso "¡huija chei!" de Patoruzú.
Lo cierto es que el campo y la ciudad eran los dos lugares en los que transcurrían las tribulaciones de Isidoro.
En ese tiempo los gritos y las exclamaciones de los héroes tenían una hora, un nombre y un lugar en la radio. A las seis, el aullido de Trazan llamando a su elefante.
Tantor interrumpía cualquier partido de fútbol que estuviésemos jugando, así como el "Arriba Satán" que Poncho Negro le dirigía a su fiel caballo nos sumergía en un ensueño aventurero.
Para los que lo seguíamos, Isidoro era un personaje solitario; y, para muestra desgracia, no disponía de un programa radial como los otros héroes. Su voz, el lector tenía que imaginarla sin un cuerpo. A diferencia de Sandokán, Isidoro no contaba con el privilegio de un decir como el del actor Enrique del Cerro.
La diferencia con los otros héroes era que Isidoro tenía una vida, como nosotros. Pertenecía -con sus andanzas y sus mujeres de curvas insinuantes- a un mundo que tenía más que ver con la tentación y la carne.
Mujeres hermosas, la posibilidad de poseer una avioneta, autos descapotables, dinero disponible para el sastre.
Si no recuerdo mal, una de sus cuentas pendientes siempre era el sastre, porque para Isidoro no pagarle al modisto, y por tanto no poder renovar su guardarropas, era una verdadera catástrofe.
En un solo número, Isidoro podía permitirse vestir con distintos estilos. Traje y corbata, saco blanco un moñito al cuello, saco sport blanco con polera negra, saco deportivo a cuadros...
Qué fascinación extraña provocaba en mí, lector, el misterio del trabajo de Isidoro. Nunca se le había conocido uno. Se pasaba el día tratando de inventar negocios fantásticos y pensando a quién embaucar.
A esa ocupación, se le sumaba el Isidoro conquistador. Una especie de Macoco de los años cuarenta y cincuenta. Como en las fotonovelas o en los radioteatros, sus conquistas permitían ir agregando personajes a la trama. Los amores de Isidoro, mujeres rubias, preferentemente de doble apellido, eran lo que entonces se denominaba "la crema de Buenos Aires".
La ciudad en la que Isidoro se movía era una Buenos Aires nocturna. Coktail en Polifemo, parrilla en La Raya, café y copas en el Petit Café y, para reventar la noche, baile en Karim...
Isidoro era un playboy de otro tiempo y hacía gala de un cinismo casi inocente, tan identificado a su clase. Su vida era casi el símil de una letra de tango: mujeres, flores y champagne. A él le encantaba agregarle el póker y una tarde turfística en Palermo.
En las historietas de aquel tiempo había un personaje que, en la familia de hoy, se ha perdido o al menos la importancia de aquellos años. me refiero al personaje del tío.
Ya Disney había dado a los tres sobrinos de Donald y al tío Patilludo. Isidoro, para no desentonar con los aires de moda, también tenía un tío llamado Coronel Cañones.
Estos dos tíos de historieta se caracterizaban por ser millonarios. Cañones era una especie de protector -un poco gruñón pero de buen corazón-, que indefectiblemente terminaba burlado por el sobrino.
Cañones era el remedo de un apellido que podía sonar aristocrático pero siempre en el límite de la parodia.
Isidoro tenía pocos escrúpulos y, como suceden en la historieta, era capaz de reclamar sus derechos de trabajador respecto a los pensión vitalicia que el tío le pasaba mensualmente.
Esto es: reclamar vacaciones, doble aguinaldo, aumento retroactivo según los índices de lo que en aquel tiempo reemplazaba a la inflación y se llamaba "carestía de la vida".
Para Isidoro, trabajar era casi ignominioso. Aunque se podría decir que trabajaba de sobrino. Lo cierto es que Isidoro fue perdiendo el Cañones y se transformó, en la madurez, en Isidoro. El Cañones sólo lo usaba como aquella dote que le permitía acceder a ciertos lugares paquetes y presentarse en sociedad.
Es cierto, como dice Fontanarrosa, que Isidoro no alcanza a ser un dandy sino más bien un solterón empedernido.
Así como Patoruzú siempre es temerario y va al frente hasta el sacrificio y el heroísmo, Isidoro es lo opuesto.
Actúa entre bambalinas, el coraje no es su fuerte y se lo puede definir como un tarambana que vive enrollado y casi siempre termina mal.
Ese destino inexorable lo vuelve un antihéroe un poco querible a partir de sus fracasos, nunca demasiado malo ni demasiado cínico como para juzgarlo.
Como en esos personajes de los diálogos platónicos o como los payadores que ese necesitan los unos a los oros, es posibles que no haya Isidoro sin Patoruzú y viceversa, Patoruzú sin Isidoro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario